La simplicidad del Evangelio es una forma de desnudez que tememos porque nos pone en contacto con nuestra pobreza esencial y, si tratamos de disfrazarla y disimularla, es más por escapar de esa humanidad frágil que nos constituye que por apego al lujo o por ese “desenfrenado hedonismo” que los documentos eclesiales tanto critican. Se diría que hemos entendido al revés el dicho de Jesús sobre los lirios del campo: en vez de aprender de su sencilla belleza nos hemos quedado embobados ante las purpurinas de la corte de Salomón. Y de ahí arrancan los problemas.
Confusión de sinónimos: palabras como dignidad, respeto o nobleza que pertenecen a lo mejor de lo humano y por tanto de lo cristiano, se han ido trasmutando en magnificencias, fastos y pompas; la solemnidad se ha confundido con lo suntuoso y a la responsabilidad del servicio se le ha adjudica un séquito de poderes y prebendas que, en plan corporación municipal bajo maza, parecen de obligada comparecencia en las apariciones públicas de los que nos representan. Y sin embargo no será nunca esa estética barroca la que provoque respeto y atracción, sino la armonía elemental de la celda de Santa Teresa en las Edades del Hombre, o la simplicidad de San Damiano en Asís.
Torpeza en la percepción de la caducidad del código de barras de usanzas y lenguajes que arrastramos del pasado. Sólo un ejemplo: se diría que un término como “heráldica eclesiástica” es algo ajeno al Evangelio, ¿no? Pues escríbanlo en Google y ahí tienen: 24.700 entradas. Como Robert de Niro en La Misión cargamos con un pesado fardo del pasado al que, junto a lo mejor de nuestra historia y tradición, se han ido añadiendo usanzas e inercias heredadas de los venerables predecesores que nadie se decide a declarar obsoletas. A fuerza de vivirlas, se ha difuminando el umbral de una alarma que tendría que dispararse ante comportamientos o costumbres de notoria incongruencia: ¿quién recuerda hoy que el rojo de los atuendos cardenalicios expresa su disposición a derramar la sangre por Cristo? O, ¿cómo es posible escuchar impertérritos lo de: “No os hagáis llamar maestros, ni padres, ni jefes…, todos vosotros sois hermanos” (Mateo 23,8-10), y seguir luego con tantas nombraditis y titulomas? Son indicadores que revelan una preocupante atrofia de los sensores que tendrían que avisar, por ejemplo, de que firmar un manifiesto contra la pobreza con mano ensortijada y pluma de oro, es como escribir ortografía con hache.
Las amistades peligrosas han tenido también su parte: frecuentar los ámbitos influyentes del poder político o económico ha exigido la asimilación de gran parte de sus criterios, costumbres y lenguajes y ha traído como consecuencia la pérdida del “acento galileo” de nuestra denominación de origen.
Muchos se preguntan hoy desalentados si tiene remedio tanto desatino y conviene recordar aquel grafiti de un muro de Managua: “Dejen el desánimo para tiempos mejores”. O las palabras llenas de frescura de monseñor Loris Capovila, ese joven arzobispo de 95 años que fue secretario de Juan XXIII: “¡Nos queda tanto para ser cristianos! Tantum aurora est. No es más que el alba del cristianismo. Estamos empezando”. A lo mejor es eso, que la Iglesia es aún una joven discípula que está iniciándose en el seguimiento de su Maestro. Al fin y al cabo “dos mil años en Su presencia son como un ayer que pasó”, y no ha tenido tiempo para acostumbrarse al Evangelio. Pero el más fuerte soplo de ánimo puede llegarnos en este momento de extrema debilidad de la Iglesia: lo mismo que al joven que huyó desnudo en el huerto (Marcos 14,51), le han sido arrancadas las vestiduras que le vendieron otros mercaderes y aparece avergonzada ante la mirada enjuiciadora del mundo. Y es precisamente ahora, cuando no puede ya ocultar su desnudez despojada, cuando se le presenta inesperadamente una ocasión maravillosa: la de revestirse por fin, únicamente, del manto de la gloria de su Señor.
Dolores Aleixandre