El miedo a la simplicidad

Oí tus pasos en el jardín, me entró miedo porque estaba desnudo y me escondí (Génesis 3,10). De ese “miedo original” a la desnudez venimos y el intento de esconderla nos viene también de lejos. Los discípulos heredaron ese ser asustadizos pero, cuando Jesús los regañaba por sus miedos, sus reproches iban dirigidos más a su torpeza que a su maldad, cosa que es casi peor, porque ser corto es más irremediable que ser perverso.

La simplicidad del Evangelio es una forma de desnudez que tememos porque nos pone en contacto con nuestra pobreza esencial y, si tratamos de disfrazarla y disimularla, es más por escapar de esa humanidad frágil que nos constituye que por apego al lujo o por ese “desenfrenado hedonismo” que los documentos eclesiales tanto critican. Se diría que hemos entendido al revés el dicho de Jesús sobre los lirios del campo: en vez de aprender de su sencilla belleza nos hemos quedado embobados ante las purpurinas de la corte de Salomón. Y de ahí arrancan los problemas.

Confusión de sinónimos: palabras como dignidad, respeto o nobleza que pertenecen a lo mejor de lo humano y por tanto de lo cristiano, se han ido trasmutando en magnificencias, fastos y pompas; la solemnidad se ha confundido con lo suntuoso y a la responsabilidad del servicio se le ha adjudica un séquito de poderes y prebendas que, en plan corporación municipal bajo maza, parecen de obligada comparecencia en las apariciones públicas de los que nos representan. Y sin embargo no será nunca esa estética barroca la que provoque respeto y atracción, sino la armonía elemental de la celda de Santa Teresa en las Edades del Hombre, o la simplicidad de San Damiano en Asís.

Torpeza en la percepción de la caducidad del código de barras de usanzas y lenguajes que arrastramos del pasado. Sólo un ejemplo: se diría que un término como “heráldica eclesiástica” es algo ajeno al Evangelio, ¿no? Pues escríbanlo en Google y ahí tienen: 24.700 entradas. Como Robert de Niro en La Misión cargamos con un pesado fardo del pasado al que, junto a lo mejor de nuestra historia y tradición, se han ido añadiendo usanzas e inercias heredadas de los venerables predecesores que nadie se decide a declarar obsoletas. A fuerza de vivirlas, se ha difuminando el umbral de una alarma que tendría que dispararse ante comportamientos o costumbres de notoria incongruencia: ¿quién recuerda hoy que el rojo de los atuendos cardenalicios expresa su disposición a derramar la sangre por Cristo? O, ¿cómo es posible escuchar impertérritos lo de: “No os hagáis llamar maestros, ni padres, ni jefes…, todos vosotros sois hermanos” (Mateo 23,8-10), y seguir luego con tantas nombraditis y titulomas? Son indicadores que revelan una preocupante atrofia de los sensores que tendrían que avisar, por ejemplo, de que firmar un manifiesto contra la pobreza con mano ensortijada y pluma de oro, es como escribir ortografía con hache.

Las amistades peligrosas han tenido también su parte: frecuentar los ámbitos influyentes del poder político o económico ha exigido la asimilación de gran parte de sus criterios, costumbres y lenguajes y ha traído como consecuencia la pérdida del “acento galileo” de nuestra denominación de origen.

Muchos se preguntan hoy desalentados si tiene remedio tanto desatino y conviene recordar aquel grafiti de un muro de Managua: “Dejen el desánimo para tiempos mejores”. O las palabras llenas de frescura de monseñor Loris Capovila, ese joven arzobispo de 95 años que fue secretario de Juan XXIII: “¡Nos queda tanto para ser cristianos! Tantum aurora est. No es más que el alba del cristianismo. Estamos empezando”. A lo mejor es eso, que la Iglesia es aún una joven discípula que está iniciándose en el seguimiento de su Maestro. Al fin y al cabo “dos mil años en Su presencia son como un ayer que pasó”, y no ha tenido tiempo para acostumbrarse al Evangelio. Pero el más fuerte soplo de ánimo puede llegarnos en este momento de extrema debilidad de la Iglesia: lo mismo que al joven que huyó desnudo en el huerto (Marcos 14,51), le han sido arrancadas las vestiduras que le vendieron otros mercaderes y aparece avergonzada ante la mirada enjuiciadora del mundo. Y es precisamente ahora, cuando no puede ya ocultar su desnudez despojada, cuando se le presenta inesperadamente una ocasión maravillosa: la de revestirse por fin, únicamente, del manto de la gloria de su Señor.

Dolores Aleixandre