Al dueño de la posada de Belén
Estimado propietario de la posada de Belén:
Seguro que no supiste lo que hacías. ¿Cómo podías adivinar que el Mesías llamaba a tu puerta? Te hubieras vuelto loco. Pero se trataba de una familia vulgar, unos galileos pueblerinos, una mujer a punto de dar a luz. Seguro que no había sitio para ellos en tu posada; sobre todo para ellos, por la situación concreta en que se hallaba la mujer. Eran los días del censo y había que tener influencia para encontrar algún acomodo, y así cerraste la puerta de tu posada a aquella familia, que parecían gente buena y humilde, pero que no dejaban de ser pobres y desconocidos forasteros.
Los viste tan resignados que algo se conmovió dentro de ti, y estuviste a punto de buscarles un rincón, allí, junto a las caballerizas. Pero aquello iba a ser un engorro, y desviaste la mirada compasiva. Claro, que no te fue fácil olvidar. La mirada suplicante de los jóvenes esposos martilleaba tu subconsciente, y por algún tiempo tuviste pesadillas y malos sueños. Nunca llegaste a saber la importancia y las consecuencias de tu negativa. No sabias lo que hacías. Rechazaste la luz y la gloria y te quedaste con tus ganancias y tus miserias. Podías haber convertido tu posada en uno de los puntos más sagrados de la tierra, y tú mismo serías para siempre una de las figuras más simpáticas de nuestros belenes. Perdiste la oportunidad y te hundiste en el olvido y el desprecio.
Diste además un mal ejemplo. Muchos después de ti aprendieron a cerrar las puertas al Mesías, que no deja de llamar con insistencia. Has llegado a ser icono de los ciegos y egoístas que bloquean sus casas y sus haciendas, o sus aduanas y fronteras.
Y, sin embargo, te comprendemos. Nosotros no somos mejores que tú. Habríamos hecho lo mismo que tú, y aún lo seguimos haciendo. Gente que nos necesita llama a nuestras puertas y les decimos que aquí no hay sitio para ellos. Tampoco sabemos lo que hacemos. ¡Si supiéramos que entre ellos se encuentra el Mesías!