Rebelarse en la primavera
Fruto de la generosidad ajena tengo dos calendarios sobre la mesa. Los encuentro cada mañana al llegar a la Oficina y leo sus mensajes. En uno los mensajes son del tipo: “si haces algo bueno por alguien, alguien empezará a exigir más” o “si algo puede fallar, fallará”. Y en el otro: ”todo lo bueno que das vuelve a ti acrecentado y multiplicado”. Ante tal disparidad de criterios, no hay día que no me pregunte: ¿Yo que creo de esto? ¿Qué voy a vivir hoy?
No hace muchos años hubiera optado sin dudarlo por las frases pesimistas y corrosivas del primer calendario que, con su fatalismo, me empujan sutilmente hacia la desconfianza y la desazón. Se inspiran en la observación de la realidad. Son un compendio de situaciones reales que se dan en la oficina, en la vida, en las relaciones, en la convivencia. Resumen la experiencia humana, vista por un hombre que ha tallado su historia con la dura piedra del acontecer exterior.
Hoy esa visión de la vida ya no me sirve. La sopeso, la entiendo, río sus gracias de mordacidad y escepticismo. Pero me esponjo con el gusto de estar en las antípodas. Sin embargo, esos mensajes de mi primer calendario me interpelan respecto al entorno humano en que vivimos y su influencia sobre nosotros. ¿Cómo es posible que, de forma sutil a veces, se haya ido sembrando ese pesimismo vital, ese escepticismo rampante, esa descreencia vacía, ese utilitarismo material, ese abatimiento oscuro? ¿Cómo se ha hecho circular la idea de que todo vale para hacer feliz al hombre? Mientras nos susurran al oído un poder que no tenemos para llenarnos de cosas, se nos inculca un complejo de incapacidad que tampoco es real. Nos saturan de basura envuelta en celofán mientras se crean grupos de expertos para descifrar por qué hoy ya no somos felices, ya no engendramos hijos, ya no leemos, ya no hablamos, ya no educamos.
Alguien ha olvidado decirnos que no hay actos neutros, que todas las opciones avanzan o retroceden nuestra vida. Nos han insistido poco en que tenemos el poder de decidir y, por tanto, de construirnos o destruirnos. Nos gritan que somos libres si compramos un coche estupendo, una colonia seductora, un dentífrico radiante o unas joyas irresistibles. Nos proponen una libertad venenosa para hacer lo que nos venga en gana aún a costa de los demás, de nosotros mismos o del entorno. Pero casi nunca nos dicen que somos libres para ser, para cultivar nuestros dones desde el fondo de nosotros mismos, donde nace la verdadera libertad, la verdadera autonomía, el verdadero gozo de vivir y convivir. Sólo desde ese fondo positivo de la persona se puede aprender el arte de convertir cada día en una aventura, de amanecer con gusto de novedad y de conquista. Por mucho que el entorno nos apriete, que la realidad nos acose, no podemos permitir que nos sorban la vida. No podemos caer en la torpeza de dejarnos llenar por fuera mientras nos vacían por dentro.
La modernidad ya no está en el patrón prefabricado y mortecino que nos rodea. La gente verdaderamente moderna es la que cada mañana decide mirar la vida con los ojos del corazón. La que permanece fiel más allá del vaivén sensible del momento. La que se compromete en sus relaciones y es capaz de vivir los múltiples matices que incluye el amor. Modernos son quienes saben que todos somos piezas imprescindibles, únicas e irrepetibles, de la caravana humana. Modernísimos son los que, a pesar del ambiente, trabajan honradamente, no malgastan su tiempo y energías, no necesitan esperar a salir del trabajo para sentirse libres, porque su libertad les acompaña a jornada completa. Tan modernos que casi parecen futuristas son aquéllos que cada día dan pequeños pasos de superación y, venciendo su timidez, su apocamiento, su inseguridad, van abriendo el precioso caudal de su vida del fondo.
Este tipo de gente “progre” me apasiona. Son fuertes y trabajadores, avanzan sin estridencias como los árboles del bosque. ¿Cómo, si no, seguiría el mundo caminando? ¿Cómo, si mi escéptico calendario fuera cierto, existe gente llena de alegría y bondad? La experiencia da los frutos que le sembramos. Por eso constantemente se nos llama a decantarnos, a optar por caminos de vida o por caminos de muerte. Y no sólo en lo grande, también en lo cotidiano, en lo corriente, en lo pequeño. En todo momento tenemos el poder de situarnos en la desazón o en la esperanza. Podemos propagar una calumnia o dejar que muera en nosotros. Podemos utilizar nuestra inteligencia y enderezar un mal funcionamiento o dejarnos arrastrar por nuestra sensibilidad herida, por nuestra imaginación, por nuestra animalidad. Podemos, sí, ciertamente podemos mucho. Y, aunque no siempre nos lo parezca, somos importantes para el entorno.
Los calendarios de mi mesa laboral me interpelan y me remiten a mis opciones personales. Leyendo uno y otro he caído en la cuenta de que mi historia la escribo yo cada día con mi inteligencia, con mi elección de relaciones que vitalizan o que deprimen, con mi sentido común, con lo aprendido de mis errores pasados, con mi visión cristiana de la historia y del mundo. He llegado al convencimiento de que todo en mí tiene futuro, que mis aspiraciones de fondo claman por reventar y florecer. Desde ese fondo siento el bullir de futuras primaveras que me confirman que hay más vida, más futuro, más horizonte del que hoy soy capaz de vivir. Por eso, yo que nunca he sido rebelde, cada mañana me rebelo contra la pretensión que algunos tienen de conducir mi vida.
Rosa María Martínez Uña