Un banquete en el desierto

 

Hace ya muchos años que no sé lo que es dormir bajo techo. Una racha de malas cosechas arruinó a mi familia y yo me vine solo a Jerusalén, siendo aún joven, atraído por el lujo de la ciudad y esperando encontrar algún trabajo para sobrevivir. Las cosas me fueron mal también aquí, y ahora vivo pidiendo limosna y haciendo, de vez en cuando, algún trabajo duro y mal pagado. A pesar de ello no he perdido la fe en Dios, y hasta solía acudir el sábado a la sinagoga, asistiendo al culto desde un rincón, hasta que un día escuché estas palabras de los salmos:

El Señor alza de la basura al pobre,
levanta del polvo al humilde
para sentarlo con los príncipes,
los príncipes de su pueblo… (Sal 113, 7-8)

Por mis hermanos y compañeros
voy a decir: –La paz contigo (Sal 122, 7)

Ese día sonreí con amargo escepticismo, porque no es ese el Dios que yo conozco: a mí me deja seguir hundido en el estiércol de la pobreza, y creo que es así como voy a morir; ni tampoco creo ya que exista alguien que se acerque a mí como a un hermano y que comparta conmigo su paz y su pan. Por eso no he vuelto a pisar la sinagoga ni el templo, ni creo que haya nadie capaz de hacerme retornar a ellos.

Una tarde, oí revuelo en la Puerta Hermosa: había llegado a Jerusalén el rabí de Galilea que estaba dando tanto que hablar. Lleno de curiosidad, me mezclé con la multitud para ver cómo era y qué decía, y me senté entre los que escuchaban la historia que estaba contando: –«Se parece el reino de los cielos a un rey que quiso celebrar un banquete de bodas para su hijo, y envió a sus servidores a convidar a los invitados…».

(Como siempre, pensé yo. Otro que nos va a repetir la misma cantinela de que Dios premia ya en esta vida a los buenos colmándolos de agasajos y riquezas y deja en la cuneta a los pobres diablos como yo, llenos de pecados y miserias).

Pero el cuento que él contaba empezó a interesarme cuando oí que la gente importante que había sido invitada (fariseos, escribas, sacerdotes y gente de dinero sin duda), se negaban a participar en el banquete y ponían pretextos para acudir. Y el anfitrión se encontró con la cena preparada y el comedor vacío. (¿Qué hará ahora el rey?, me pregunté. Seguramente aplazará el convite mientras convence a los invitados para que asistan. Suspiré con envidia y de nuevo me asaltó la rebeldía: ¿por qué mientras a unos les sobraba, otros pasábamos hambre? ¿Por qué más fiestas y banquetes para los que ya estaban saciados…?).

Volví a prestar atención a la historia, y me quedé sorprendido ante el desenlace: el rey decidió sustituir a los convidados ausentes por los desconocidos de la calle, y envió a sus servidores a las plazas y calles de la ciudad para que trajeran al banquete a pobres, lisiados, ciegos y cojos. Salieron los siervos a las encrucijadas de los caminos y veredas, reunieron a cuantos encontraron y la sala quedó llena de convidados. Y comenzó la mejor fiesta que el dueño hubiera podido soñar (Cf. Mt 22, 2-10; Lc 14, 15-24).

En un sector de la multitud hubo un rumor de protesta, y muchos se levantaron del corro y se fueron indignados: eran fariseos que siempre proclamaban convencidos que eran ellos los primeros invitados al banquete del Reino, y que los demás no tendríamos derecho ni a las migas que cayeran de la mesa. Estaban indignados de que los invitados definitivos fueran gente de las encrucijadas de los caminos, y no les faltaba razón porque, de todos es sabido, el tipo de gente que deambulamos por esos lugares… Oí a uno decir: –«A este hombre habría que denunciarle y pararle los pies: su doctrina es peligrosa y contradice claramente lo que sabemos por la Ley…».

Solo nos quedamos con él un pequeño grupo, entre los que reconocí a los que pedían limosna conmigo, a algún ladronzuelo del mercado, y a los que cada noche se arrimaban como yo a la muralla, buscando protección del relente de la noche. Quizá se habían sentido también aludidos por la parábola, y estaban tan sorprendidos como yo al saberse destinatarios, al menos imaginarios, del banquete de un rey.

Pero aquel anochecer al raso,
mientras salían las primeras estrellas,
los que rodeábamos a Jesús nos sabíamos
huéspedes de un rey.

Jesús siguió hablando, ahora más relajado porque solo le rodeábamos hombres y mujeres sin importancia, gente de los caminos, sin más posesiones que la túnica vieja y el par de sandalias que llevábamos puestas, y quizá con solo un mendrugo de pan en la alforja.

A medida que le escuchaba, algo iba cambiando dentro de mí, como si aquellas palabras me enderezaran y tuvieran el poder de devolverme mi dignidad. Todo lo que yo creía que era valioso y que daba categoría e importancia a un hombre: el dinero, la fama, el poder, la ciencia…, aparecía de pronto hueco y sin brillo, y Jesús nos lo hacía ver con la misma facilidad con que hasta el más ignorante sabe descubrir si una calabaza está vacía o un árbol sin savia.

–«Dios no le da importancia a nada de eso», decía, «es el corazón lo que cuenta para él, y la verdadera dicha está en que vuestros nombres están escritos en el Reino de los cielos. Porque el Padre se revela a los que son humildes, los sienta a su mesa y les confía sus secretos… Y vosotros sois hijos de ese Padre y hermanos entre vosotros…».

Y yo me iba sintiendo libre, humano, digno, como el hombre abatido del salmo, alzado de la basura e invitado a sentarse entre príncipes o, aún mejor, a compartir el pan y el vino entre compañeros y hermanos.

Había anochecido y los hombres y mujeres que acompañaban a Jesús trajeron panes y aceitunas, y los repartieron entre todos. También nosotros sacamos las provisiones que llevábamos en nuestros zurrones y lo compartimos todo.

Era un extraño festín con unos extraños invitados. Pero aquel anochecer al raso, mientras salían las primeras estrellas, los que rodeábamos a Jesús nos sabíamos huéspedes de un rey.

Un rey sentado entre nosotros, que llevaba unas sandalias tan polvorientas como las nuestras, dormía también a la intemperie y, cuando hablaba, tenía el acento inconfundible de los campesinos de Galilea. 

Dolores Aleixandre