El barco en la botella

Había una vez un barco que vivía dentro de una botella. Aquel barco era feliz, porque creía que, en aquella botella, estaba encerrado todo el mundo.

Hicieron el barco con maderas duras y olorosas y lo pintaron de colores alegres y brillantes. Con los palos y las velas plegados, como un paraguas, lo metieron en la botella. Tiraron de los hilos y todas las velas se izaron airosas. El barco se encontró en medio de un paisaje maravilloso. Abajo, las olas encrespadas de un mar de papel. A un lado, toda una hilera de casas escalonadas. Paredes blancas y tejados rojos. Blusas marineras de color azul, comido por el salitre. Redes tendidas a secar a la puerta de las casas, en la acera mínima, en el muelle. Un muelle de piedras iguales, redondeadas por los bordes, con un leve toque de verdín. Y el barco en el centro, protagonista de la escena. El barco tenía razón para pensar que todo el mundo estaba encerrado en aquella botella. El barco era hermoso y una hermosa escena estaba representada en el interior de la botella. Por eso, el dueño del barco en la botella se encariñó con él. Y terminó por hacerse coleccionista de barcos en botella. Recorrió tiendas y almacenes, mercados y mercadillos. Y compró todos los barcos que pudo encontrar. Y, cuando todos estuvieron colocados en una repisa, nuestro barco se dio cuenta de que no todo el mundo se reducía al interior de su botella. Había otros mundos, muchos, encerrados en otras muchas botellas. Y esto le llenó de preocupación. Más tarde, descubrió que todo aquel mundo era artificial: olas de papel, casas de corcho, nubes de algodón... Y se lo dijo a los otros barcos. Y todos comprendieron que no sirven para nada los mundos encerrados en botellas. Por eso, aquel día, los barcos empujaron con la proa, con la popa, con los mástiles afilados, hasta que los cristales de todas las botellas saltaron por los aires. Y todos iniciaron su lento camino por los desagües, por las alcantarillas, por los ríos, hasta llegar al mar. Hasta llegar al puerto que todos los constructores habían copiado en las botellas. Y los barcos se llenaron de alegría; porque todo, allí, era verdad. Las casas eran verdad, y el agua era verdad, y las redes habían pescado peces, y las camisas marineras estaban llenas de salitre: salitre del mar y salitre del trabajo. Allí sabían qué era cada cosa y qué era cada uno. Y sabían que todos formaban un solo mundo. Y, a partir de aquel momento, en que sabían qué era cada uno y para qué servía cada cosa, pudieron comenzar una vida nueva, sincera y libre.  

Fernando Alonso “El hombre vestido de gris y otros cuentos”