Tomad y comed

-Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo… - estaba diciendo el sacerdote en aquel momento.

Paco estaba de pie, al final de la iglesia. Cerró los ojos un momento y volvió a repetir aquellas palabras en su corazón. Y he aquí que, cuando los abrió, no estaba en el templo. Estaba en mitad de la calle.

Junto a él se encontraba un compañero de trabajo, al que habían echado esa mañana injustamente, que lloraba desesperado, en soledad, mientras el mundo volvía la cabeza. Frente a él, cubierta por la vergüenza, vio a Loli, la vecina del tercero, a la que muchos, incluido él, criticaban y acusaban de abandono de la casa. La miró a la cara, y vio, por primera vez, las marcas de la mano de su marido, la desesperanza y la soledad que invadían su alma como un manto negro. Más allá no pudo dejar de ver a Fredo, el drogadicto, que no encontraba sentido a nada, y a quien poca gente se acercaba, porque no era una persona que mereciera la pena.

Paco se preguntó, extrañado, por qué estaba de repente allí, por qué toda aquella gente lo miraba. Lo miraba también María, la mujer anciana que se consumía en su casa mientras sus hijos se repartían la herencia; lo miraba José, el muchacho homosexual que intentaba vivir con normalidad y era juzgado mañana, tarde y noche por los vecinos dignos; y Ani, la joven de la que se reían porque decía que se podía vivir de otra manera, y que se iba quedando sola con su horizonte más allá de la mediocridad. Encontró a Alberto, el inmigrante que buscaba su futuro a pesar de ser acusado de venir a este país a molestar a los ignorantes patriotas, y a Manolo, el borracho que ya no veía salidas. Encontró al fin a todos aquellos a quienes cortaba el futuro y la vida mientras compraba lo que no necesitaba, a esos miles que morían de hambre porque él tenía demasiado.

Y, de pronto, todos aquellos ojos que lo miraban se tornaron en los mismos ojos: los ojos de Dios, del Dios que se estaba haciendo presente, y que lo miraba, sin odio, sin rencor, pero con inmensa tristeza. La compasión y el amor de los ojos de Dios lo atravesaron, y Paco no tuvo más remedio que cerrar los suyos.

Cuando los volvió a abrir, estaba otra vez en el templo. “Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre…”, escuchó. Miró entonces al sacerdote, y descubrió que estaba pensando lo mismo que él. Dios los había mirado. Ahora sólo quedaba morir de amor, entregar el cuerpo, derramar la sangre, perder la vida como Aquel al que iban a comulgar.