Al final
Aaquella noche murió el mito. Le llegó la última hora, como a todo ser humano, y pasó a formar parte de la historia humana y de la mitología de millones de personas que nunca lo conocieron, que amaron o admiraron una figura lejana e irreal.
Ocurrió entonces lo que muchos temían: los cínicos hicieron acopio de falsedad y alabaron, todos por igual, la inmensa figura de aquel tipo, los políticos intentaron sacar tajada de la muerte para ser votados por algunos borregos más, como si en ello les fuera la misma vida, los irracionales seguidores acérrimos entraron en horribles crisis vitales, los insanos medios de comunicación husmearon carroñeros en busca de exclusivas impactantes, y los pocos que consiguieron mantener el sentido común casi intacto se preguntaban, mientras miraban las noticias, qué habría querido aquella persona, si hubiera podido decidir sobre su muerte y lo que vendría después. El mundo se volvió loco durante un tiempo, y el ser humano que había detrás del mito dejó de existir para dar paso a una imagen manipulada por todos los que abrían la boca en público.
El día del entierro, una sociedad de clases perfectamente estratificada se dio cita en el enorme recinto: jefes religiosos, jefes de Estado, políticos, personajes importantes iban llenando los primeros puestos. Después se iba viendo al pueblo, primero al pueblo más alto, después al más bajo. Al final, como siempre, los pobres. Los pocos que, en medio de aquello, consiguieron mantener el sentido común casi intacto, movían la cabeza pensando que aquella persona no estaría de acuerdo con tal despedida del mundo.
Al final, tras los miserables que no fueron usados como imagen en puestos reservados, había un anciano que lloraba con una sonrisa en la boca. Eran las únicas lágrimas verdaderas de todo el recinto, y la única sonrisa que desafiaba a las caras largas de los que no podían mostrar otra faz por pura imagen. ¿Y qué pensaba este anciano? Oh, sí, cabalguemos dentro de su mente: “¿te acuerdas, querido amigo, de aquellas tardes de niñez en guerra, cuando soñábamos con un mundo nuevo? ¿Te acuerdas de aquella chica, de la que nos enamoramos al mismo tiempo, pero a la que ninguno de los dos, torpes adolescentes platónicos, fuimos capaces de decir nada? ¿Te acuerdas de los juegos, de las conversaciones, de lo que compartimos mientras íbamos creciendo, de lo que sufrimos juntos? Yo no tardaré en acompañarte, ya no me queda mucho que estar en este mundo. Pero, mientras todos éstos se imaginan a un héroe al que deben admirar, yo veo, allí, al fondo, a mi amigo del alma, y reconozco en ese cuerpo vencido por la edad y la vida a una persona, la persona que, antes de ser nadie, fue un ser humano. Ahora me iré por donde he venido, agarrado a este bastón, con el corazón atravesado, con el alma partida, sabiendo que soy el único que ha tocado tu espíritu con la punta de mis dedos, amigo. Y te digo adiós, hasta luego, cuando yo, allá en el pueblo, suspire por última vez y sea enterrado como tú quisiste serlo. Nos vemos en el cielo”.
Llamas, J.M