Claro que sí, padre
Cuentan que hace tiempo, en un barrio perdido de unaciudad parecida a Málaga, había un cura anciano al quelos jóvenes solían acudir para pedir consejo porqueera muy sabio y comprendía a todos.Un buen día llegó un chaval inquieto, de dieciséisaños, que le dijo rápidamente:- Quiero ser cura.- Bien -contestó el anciano-. ¿Serías capaz de entraren un incendio y salvar a una joven que te llama agritos desde el tercer piso? ¿O de arriesgar elpellejo en un país pobre para hacer que la gente nomuera de hambre? ¿O de navegar hasta donde aguantarasy predicar el Evangelio allí, sólo con tus fuerzas?
- Claro que sí, padre -contestó el chaval, asombrado.- Eso está muy bien, aunque no debes llamarme padreporque, que yo sepa, no soy tu padre, ni tú mi hijo. Yahora dime: ¿serías capaz de anunciar el Evangelio,con la fuerza del Espíritu, en tu barrio? ¿Seríascapaz de decirle a la gente de tu alrededor que Diosquiere a todos, especialmente a los más pobres? ¿Deluchar por los más pisoteados de entre tus vecinos,los que lo están pasando peor? ¿De denunciar a lospoderosos de tu calle? ¿De dar, en una palabra, lavida por todos ellos porque Dios te lo pide, no porquetú quieres? ¿De que Jesús sea el que hable y actúe porti? ¿De ver a Dios en todas las cosas, contemplarlo enel trabajo de cada día, ver lo que te pide en cadamomento? ¿De preguntarte hoy, y mañana, desde que televantas, qué haría Jesús en tu lugar?
El cura anciano descansaba, sentado en el sillón,sonriente, como siempre, con los ojos perdidos másallá de cualquier horizonte, cuando llegó otra vezaquel joven, que ya era seminarista, y le hizo estapregunta:- Perdone, Padre, ¿tiene un momento?El anciano miró hacia el sitio de donde provenía lavoz, y respiró profundamente.- Mira, joven, ya te he dicho que no creo ser tupadre, por lo menos conscientemente, y que no tengo,que yo sepa, ningún hijo para que me tengas que llamarasí. - Pero el respeto... -susurró el seminarista.- No sé lo que os enseñan en el seminario, amigo,pero el respeto no tiene nada que ver con los títulos.Además, no sé si habrás leído en el Evangelio eso quedice Jesucristo sobre que no llamemos padre, nimaestro, ni señor a nadie en la tierra, porque los quecreemos en Él sólo tenemos un Señor. En fin, no creoque hayas venido a discutir sobre absurdas normassociales.- No, claro. Venía a hacerle una pregunta: ¿qué es loque hace que un cura sea cura de verdad?- Vaya. Buena pregunta, amigo. Yo también me loestuve preguntando durante mucho tiempo, porque sontantas las cosas que he tenido que hacer, y a vecestan contradictorias... que llega un momento en que nosabe uno por qué está aquí. Pero fíjate: ahora soyviejo, estoy enfermo, me he quedado ciego, y ya pocopuedo hacer de toda aquella actividad que creíacentral en mi vida. Sólo hay una cosa que no hacambiado desde aquellos primeros años.- ¿Y qué es?- Lo mismo que podía hacer Jesús desde la cruz. Amar.Amar radicalmente. Amar apasionadamente todo lo queexiste, porque existe. Amar sin límites y sin cadenas,por encima de cualquier frontera humana, social,religiosa, divina que me quieran poner. Porque sólolos que aman conocen a Dios.- Pero eso es algo que tienen que hacer todos loscristianos, ¿no?- Oh, claro. Eso es algo que, si queremos que elmundo tenga futuro, haremos todas las personas. Perono es algo que se tenga que hacer: se hace porque seestá enamorado. Y yo, querido amigo, llevo toda mivida enamorado. Así que, yo que tú, no me comeríamucho la cabeza con estas cosas, y me dedicaría aamar. Ama como Jesucristo, celebra lo que amas, vivelo que celebras, anima en los demás lo que vives. Yseguro que serás un buen cura. O... simplemente cumplea la perfección con todas tus obligacionesministeriales, y serás un cura cumplidor, recordadopor un expediente inmaculado, que llegará a la muertepreguntándose si ha valido la pena entregar toda laexistencia a cumplir. Yo, que ya estoy a las puertasde la muerte, sólo te puedo decir una cosa: merece lapena haber vivido.
El cura anciano volvió a sonreír. Sonreía, sí, y ensu sonrisa estaban todas aquellas caras que habíancompartido con él la existencia, a quienes habíaintentado anunciar un rayo de esperanza que lesimpulsara a vivir entregando la vida. Rostros a travésde los que Dios le había mirado, personas sin las queel mundo no sería el mismo, hermanos navegantes másallá de cualquier horizonte donde Dios, el Amor, lesesperaba para acurrucarlos en su seno. Oh, sí. Habíamerecido la pena vivir, ser cura, entregarlo todo, yencontrarlo todo en la misma entrega. Y ahora, laBelleza, la Belleza, la Belleza...
Llamas, J.M.