El mundo al revés
Aquel eterno día en el cielo había despertado con la alegría propia de los santos. María, la madre del Salvador, daba un paseo junto a algunos amigos cercanos: Juan, Francisco el de Asís, Teresa la de su hijo adulto (la llamaba así para distinguirla de la otra, la francesa); y, entre todos, como siempre, iban marcándose alguna reflexión acerca de aquella comunidad que peregrinaba por la Tierra a trancas y barrancas, pero con los ojos puestos en ellos, los que ya habían llegado a entregar la vida por todos.
- En eso llevas razón, Madre -decía Juan-. Si lo llego a saber, escribo aquellos libros con algo más de claridad. Parece increíble que se puedan interpretar tantas chorradas de algo tan profundo, no porque lo haya escrito yo, sino por Dios.
- ¿Sabéis? A veces -María miró hacia el suelo al decir esto- parece como si el mundo se hubiera vuelto del revés. Imaginad esto, e intentad no reír: yo soy un ser divino que baja cada dos por tres a lo alto de un árbol para decir a la gente que se convierta si no quiere que la ira de Dios caiga sobre el mundo, además de, por lo general, pedir, así, en plan bestia, que me hagan una ermita que después, como pasa la mayoría de las veces, se convierte en un negocio millonario. Pero ahí no acaba la cosa: a mí, que no tenía más vestidos que el que me ponía, me hacen imágenes con miradas vacías y me colocan trajes imperiales, coronas y estrellitas, me rodean de flores que, si me rodearan de verdad, darían alergia, y me pasean por las ciudades y los pueblos como si formara parte de una feria. Y aún hay más: la mayoría de los apellidos que me han colocado hacen referencia a dulzura, pastelitos, nubecitas, pureza blanca, alienación, blandura, pompitas de jabón y alitas de ángel. Cuando me pongo a pensar en todo lo que yo hice y dije mientras caminaba con la Iglesia, no puedo encontrar ni siquiera una referencia a esos temas o a otros parecidos, y me hubiera muerto de vergüenza si a alguno de los discípulos se le hubiera ocurrido llamarme con uno de estos nombres ñoños que hoy forman parte de lo que suelen llamar “cultura mariana”. ¿Qué os parece?
- A mí, la verdad -dijo Francisco-, me importa muy poco. Es cierto que da algo de coraje que, tras una vida intentando seguir los pasos de Jesús, ahora miremos la tradición y parezcamos estúpidas figuras que dan la razón a los que pusieron el grito en el cielo en nombre de la revolución contra la religión. Pero reconozcámoslo: la gente tiene que domesticar nuestras imágenes y subirnos a los altares como sombras de lo que no fuimos, para que sus vidas no se vean cuestionadas. Y, sin embargo, hemos de confiar en que, para muchos, seamos luz que ilumine pasos rebeldes hacia Dios y hacia los demás, desde la Cruz y la Resurrección.
- Y, después de todo, también hay algunos que han descubierto quiénes fuimos en realidad, y han pegado el carpetazo hacia Cristo -dijo Teresa- y hacia su estilo de vida. Y eso, más o menos, fue lo que nos pasó a nosotros.
- Si yo eso lo tengo claro -María empujó amigablemente a Teresa-. Pero me pone los pelos de punta que determinadas ideologías que vuelven la espalda al futuro y la esperanza me hayan tomado como su adalid. En fin, toda esa gente se llevará una gran sorpresa, me temo que muy desagradable, cuando lleguen aquí.
- Estoy de acuerdo con vos, dulce fruto de rosa pulcra y limpia -dijo Juan, sonriendo.
- Muy gracioso, visionario apocalíptico -respondió María-. Anda, vamos a contar chistes con Tomás Moro, que está por aquí cerca y es reventar de risa...
José Manuel Llamas