Religiosos y curas con SIDA
Conocí hace años a un sacerdote ugandés afectado de SIDA. El hombre, que tenía una gran proyección pública y viajaba con frecuencia, murió por no seguir fielmente el tratamiento con anti-retrovirales. Como no quería que nadie supiera que estaba tomando este tratamiento, cuando tenía un día muy ocupado con gente a su alrededor, no se atrevía a sacar las pastillas. Este ejemplo ilustra muy bien una realidad que a veces queremos negar: que hay multitud de religiosos/as en la Iglesia que son sexualmente activos, y por lo tanto se arriesgan a contraer el SIDA. Y cuando esto ocurre sufren una doble discriminación. Hace dos años conocí a una religiosa afectada por esta enfermedad que quiso crear un grupo de sacerdotes y religiosas seropositivos para darse apoyo mutuo, y cuando sus superioras se enteraron se lo impidieron sin contemplaciones.
Me he acordado de este caso y otros similares este pasado fin de semana, cuando tuve que acompañar a un religioso a un hospital de Kampala para hacerse chequeos médicos. El sábado le dijeron que su test de SIDA había dado positivo y el hombre se derrumbó. No sé cuántas veces le oí repetir: “Estoy sucio, soy impuro...” Nunca me había dado cuenta hasta ese momento del gran estigma que el virus del VIH conlleva en este país y en muchos otros. Y también del gran fariseísmo que la sociedad despliega. Hay quien hace de su capa un sayo y mariposea de mujer en mujer como le place, pero simplemente por cuestión de suerte no se infecta, y entonces es “puro” a los ojos de todos, mientras que un pobre diablo –que por otra parte puede ser una persona generosa, trabajadora y honrada- tiene un momento de debilidad, se infecta y todos les señalan con el dedo.
El domingo le llevé con una amiga médico, ugandesa, llamada Betty, que trabaja en un instituto de enfermedades infecciosas de un hospital de Kampala. Para mí fue una gran suerte asistir a una sesión de “counseling” en la que se ayuda a una persona que atraviesa por un momento tan delicado a reorientar su vida. Siempre he admirado la fuerza que las mujeres africanas despliegan cuando llega el momento de escuchar y de dar apoyo en momentos de gran dificultad. Con muchísima paciencia, después de dejar al buen hombre que llorara y expresara sus miedos, la doctora empezó insistiendo en que ser seropositivo no es una sentencia de muerte: “No te preocupes tanto por cuándo vas a morir, hoy día se puede vivir con el virus del VIH durante muchos años, y hay quien se obsesiona con una muerte por SIDA y acaba muriendo atropellado en un accidente o en otras circunstancias”. Tras comprobar sus marcadores de glóbulos blancos le aconsejó que siguiera haciendo vida normal –“lo más importante es que tengas una actitud positiva ante la vida, sin deprimirte”- insistió. “Puedes vivir con esta realidad y hacer vida normal. Hazte análisis cada pocos meses y cuando los tengas bajos el médico te pondrá en tratamiento de anti-retrovirales, con el que podrás vivir muchísimos años si lo sigues fielmente”.
“Haz un diario en el que escribes todo lo que pasa por tu mente, así serás tú el dueño del problema, y cuando pasen unos meses o años y vuelvas a leer lo que escribiste al principio, verás que hay cosas que ahora te parecen una montaña y al cabo de un tiempo las ves mucho más pequeñas”.
El hombre estaba preocupado porque pensaba que tenía la “obligación” de hablarlo con sus familiares y sus superiores y tenía miedo ante sus posibles reacciones. La doctora le explicó que él tiene que ser dueño de su problema y no tiene por qué compartirlo con otras personas si no quiere. Parece mentira, pero esto era una gran preocupación para él y el caer en la cuenta de esto le quitó un gran peso de encima.
Cuando llegué a Uganda, a mediados de los años 1980 se acababa de descubrir el virus del VIH y los primeros estudios realizados en este país arrojaron resultados más que preocupantes, con porcentajes de entre el 20 y el 30 por ciento de población seropositiva en el país. Uganda quedó arrasada por el SIDA, y los huérfanos de padres muertos por esta enfermedad se convirtieron en cientos de miles, si no en millones. A diferencia de otros gobiernos africanos, el de Uganda tuvo la sensatez de no negar nada, dejar que se difundiera toda la información necesaria y aceptar todos los remedios disponibles, poniendo un gran énfasis en el cambio de comportamiento sexual y la fidelidad matrimonial. Un estudio nacional realizado el año pasado y publicado en junio de 2006 reveló que la media nacional de incidencia de VIH está ahora en un 6 por ciento. Curiosamente, y en contra de lo que se suele pensar que el SIDA está asociado con la pobreza, este estudio muestra que son las regiones más ricas de Uganda las que tienen tasas de incidencia más elevadas, mientras que las zonas más pobres –pero donde las tradiciones de comportamiento están más arraigadas- tienen las tasas más bajas.
Me anima pensar que hay miles de personas en este país, como mi amiga la doctora Betty, que dedican sus esfuerzos a hacer que personas afectadas por el SIDA, religiosos incluidos, recobren la esperanza y vivan plenamente.
José Carlos Rodríguez