¿Emigrantes o refugiados? Los problemas que originan estos dos tipos de personas son diversos. Muchos huyen de la pobreza (norteafricanos y subsaharianos) y buscan, con pleno derecho, unas mejores condiciones de vida. Los otros huyen de la guerra y de la destrucción total: buscan sobrevivir en paz y con seguridad.
Conocíamos el problema de los refugiados «desde lejos»: cuando los campos de refugiados estaban en Jordania, en Líbano, en Turquía. Hemos despertado cuando esta masa humana ha comenzado a buscar los países europeos y lo han arriesgado todo para llegar al «paraíso europeo», con sus escasas posesiones pero cargados de esperanza.
Y Europa ha comenzado a despertar. Está habiendo reacciones de rechazo y de cerrazón egoísta. Pero, sobre todo, se ha despertado una marea de solidaridad y de creatividad para organizar una generosa acogida de estas personas. Desde la Unión Europea, con la lentitud y las limitaciones de sus complejas estructuras, pero también desde cada País y desde las diversas instituciones, Iglesia, ONGs, ciudades, entidades, se están comenzando a estudiar fórmulas para acoger dignamente a estas personas y así dar respuesta a sus aspiraciones más legítimas: poder tener para sí y para sus hijos un futuro en paz, siempre con el deseo de volver a sus propios países en cuanto la situación lo permita.
2. LA REFLEXIÓN CRISTIANA
A los creyentes que vivimos en esta vieja y rica Europa, se nos ha planteado un grave problema de conciencia: estos refugiados son hermanos nuestros. Muchos comparten nuestra fe (están siendo expulsados de sus tierras precisamente por ser cristianos (Irak, Pakistán); otros tienen otros credos religiosos, pero están siendo víctimas de la misma persecución y del mismo radicalismo. Ante todo, son personas, son familias normales, trabajadores, empleados, profesionales, comerciantes, ancianos, mujeres, niños, todos víctimas de la misma situación.
Una primera reflexión viene a la mente: somos seguidores de Jesús de Nazaret, precisamente alguien que vivió la situación de “refugiado”. Leemos en el evangelio de San Mateo unas frases que nos dan la clave:
“El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: «Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo». José se levantó, tomó al niño y a su madre, de noche, y se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de Herodes” (Mt 2, 13-15).
¿Qué nos sugiere el hecho de que Jesús, al asumir su condición humana, haya vivido también esta condición concreta de «refugiado»? ¿Cómo imaginamos que vivirían María y José esta situación nueva e inesperada para ellos? ¿Modifica esta experiencia de la Sagrada Familia nuestra actual consideración hacia estas personas?
Ahora consideramos la actual crisis de los refugiados desde otro ángulo: el de los países que se ven «invadidos» por quienes huyen y que se ven interpelados y llamados a dar una respuesta humana, fraternal y, a la vez, urgente. ¿Conocemos ya respuestas que se están dando y que nos parecen positivas? ¿Nos parecen suficientes? ¿Van resolviendo estas primeras respuestas las situaciones de urgencia que se han presentado? ¿Las consideramos soluciones estables, o simplemente de primera emergencia?
Nos hacemos ahora otra pregunta, más directa: ¿Qué podemos hacer nosotros, desde aquí, con nuestras posibilidades concretas, como personas, como parroquia, como asociación? Unas muy recientes palabras del Papa Francisco, el pasado domingo 6 de septiembre, al terminar el “Ángelus”, nos orientan en la buena dirección:
“Ante la tragedia de decenas de millares de prófugos que huyen de la muerte por la guerra y por el hambre y se hallan en camino hacia una esperanza de vida, el Evangelio nos llama, nos pide que seamos «prójimos» de los más pequeños y abandonados. Que les demos una esperanza concreta. No solamente decir: “¡Animo, paciencia…!”. La esperanza cristiana es combativa, con la tenacidad de quien camina hacia una meta segura.
Por eso, ante la proximidad del Jubileo de la Misericordia, dirijo una llamada a las parroquias, a las comunidades religiosas, a los monasterios y a los santuarios de toda Europa para que expresen la concretización del Evangelio y acojan una familia de prófugos. Un gesto concreto como preparación al Año de la Misericordia.
Cada parroquia, cada comunidad religiosa, cada monasterio, cada santuario de Europa que hospede a una familia, comenzando por mi diócesis de Roma.
Me dirijo a mis hermanos Obispos de Europa, verdaderos pastores, para que en sus diócesis apoyen este llamamiento mío, recordando que Misericordia es el segundo nombre del Amor: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).” También las dos parroquias del Vaticano acogerán en estos días a dos familias de prófugos”.
3. NUESTRA RESPUESTA CRISTIANA
Ante esa situación humana y social, que se ha comparado con la de Europa al terminar la Segunda Guerra Mundial, se nos pide una respuesta. ¿Qué podemos hacer, que vamos a hacer cada uno, personalmente, o comunitariamente, para responder a esta llamada?
Se ofrecen algunas sugerencias: A nivel personal, colaborando económicamente con alguna entidad que esté ayudando a los refugiados; ofreciéndonos, si se nos pide, para prestar nuestro tiempo o cualquier otra posibilidad de ayuda (acompañamiento, traducciones, orientación…).
A nivel comunitario: ofreciendo locales, pisos, enseres, que faciliten la instalación de las familias que sean asignadas a nuestra provincia o diócesis.
Todas las sugerencias y los ofrecimientos que nuestra generosidad pueda imaginar, son bienvenidos. Entre todos, podemos ofrecer un testimonio de fraternidad y de solidaridad cristiana, junto a las demás acciones que desde otras instancias, puedan ponerse en marcha.