Genocidio olvidado de Camboya

Cráneos. Los hay por todas partes. En museos, apilados en templos, en almacenes, escuelas y campos de arroz. Cada año, con las lluvias del monzón, aparecen más. De viejos, mujeres, niños y bebés. Son la abrumadora batería de pruebas con las que cuenta el tribunal internacional que juzga el genocidio de Camboya y que ayer se reanudó en Phnom Penh.
"Muchas veces los fantasmas de los ejecutados se levantan y piden que hagamos cosas por ellos", asegura Sonec, un ex soldado camboyano que vive junto a los campos de la muerte de Choung Ek, donde un cartel marca cada fosa común con el número de víctimas encontradas. Las supersticiones y el turismo -los campos de la muerte están entre los lugares más visitados- han ayudado a guardar los restos de las casi 1,8 millones de víctimas de Pol Pot, en contra de quienes abogaban por incinerarlos.
Ahora, equipos forenses locales y extranjeros han empezado a analizarlos, añadiendo a cada cráneo descripciones como "herida incisiva con arma blanca" u "orificio por impacto de bala". Masacradas a machetazos, de golpes secos en la nuca o con armas de fuego, las víctimas han permanecido en silencio durante décadas para resurgir ahora, 30 años más tarde, como testigos mudos del juicio contra sus verdugos.
El Centro de Documentación de Camboya ha localizado cerca de 20.000 fosas comunes repartidas por todo el país, desde pequeños hoyos en los que se enterró a cuatro o cinco víctimas a entierros masivos de más de un millar de personas. Miles están aún por descubrir.
Som Meth no ha olvidado la incansable determinación con la que los jemeres rojos llevaron a cabo su limpieza de clases. Soldados adolescentes visitaron por tres veces su casa de Tonle Bati, en las afueras de Phnom Penh, y en cada una de ellas se llevaron a uno de sus hijos. El campesino había vendido casi todos sus animales para reunir el dinero con el que cumplir su viejo sueño de enviar a sus hijos a la universidad, un lujo burgués y capitalista a los ojos de la Camboya de Pol Pot. "Dijeron que estaban contaminados y que los traerían de vuelta tras unos meses de reeducación. He esperado su regreso 30 años y todavía hay días que sueño que vuelven", dice Som secándose las lágrimas junto a Im, su mujer.
Es difícil encontrar en Camboya una aldea que no tenga víctimas del genocidio, una familia que no perdiera a uno o varios de sus miembros o un superviviente que no siga despertándose en mitad de la noche, 30 años después, recordando el régimen de terror del Jemer Rojo. La razón es puramente matemática: el país sólo tenía siete millones de habitantes cuando Pol Pot entró triunfal en las calles de Phnom Penh en 1975. Tras su derrocamiento, casi cuatro años después, una cuarta parte de la población había muerto de hambre, por ejecuciones sumarias o en purgas políticas.
Fueron tres años, ocho meses y 20 días de experimento ideológico con el que los jemeres rojos se propusieron purificar el país, unificar todas las clases sociales en una sola, campesina y proletaria, y construir un edén comunista a partir del Año Cero. Angkar, el omnipresente Gran Hermano que dirigía la Kampuchea Democrática, decidía quien debía vivir y quién era prescindible en el nuevo orden. Llevar gafas, tener dinero ahorrado, hablar un segundo idioma o no poder exhibir callos en las manos que demostraran haber trabajado el campo eran motivos para ser eliminado.
Las Cámaras Extraordinarias de las Cortes de Camboya son un último y débil intento de ofrecer algo de justicia a las víctimas. El tribunal internacional establecido para juzgar el genocidio corre el riesgo de perder la credibilidad que le queda ante las acusaciones de corrupción, las peleas internas y las limitaciones que han llevado a sentar en el banquillo a cinco únicos acusados, todos ellos colaboradores de Pol Pot. La fiscalía trató de recuperar ayer la iniciativa presentando una abrumadora batería de pruebas que auguran una segura condena para el primer juzgado, el jefe de las torturas de los jemeres rojos Kaing Guek Eav.
El régimen de Pol Pot documentó muchas de sus acciones, a menudo, fotografió a sus víctimas antes de ejecutarlas y rara vez trató de ocultar sus crímenes porque no los veía como tales. El paso del tiempo no ha logrado borrar la principal evidencia en su contra, recuerdo de un tiempo en el que los camboyanos se mataron entre ellos. Cráneos, de niños y mujeres, viejos y jóvenes...