Los refugiados

Pueblo de Dios, pueblo en marcha, pueblo en movilidad. En la Iglesia caminamos juntos con el reto de no dejar a nadie atrás. Contemplamos una caravana de migrantes, una familia y una cruz hacen presente el signo del Dios de Jesús identificado con quienes están en «éxodo» hacia países donde labrarse un futuro en paz y dignidad.

Esta imagen nos invita a reconocer a Dios presente caminando con y entre Su pueblo migrante. Personas que han llegado hasta nuestros pueblos, ciudades y comunidades, portadoras de oportunidades y no de amenaza. Así nos lo recuerda la exhortación pastoral Comunidades acogedoras y misioneras, hoja de ruta para la revitalización

misionera de nuestras parroquias y diócesis desde la pastoral con personas migradas. Todo comienza con una renovada experiencia del Dios de Jesús, una mirada desideologizada que profundiza en la catolicidad y abraza la diversidad, iniciando procesos y abriendo horizontes más allá de la enfermiza autorreferencialidad.

Contemplando la marea humana que en tantos lugares del mundo se desplaza huyendo de la falta de trabajo y de seguridad, de sequías y hambrunas, de guerras y desesperanza, acogemos sus vidas, sus historias, para protegerlos de la indiferencia, las rutas mortíferas, las mafias, el racismo o la aporofobia. Promoviendo con ellos las condiciones que les permitan elegir libremente si migrar o quedarse, el derecho a la vida, la dignidad, la ciudadanía plena, el acceso al trabajo digno, la vivienda, la sanidad, la cultura, los deberes sociales y las oportunidades de aportar a la sociedad que los recibe. Ellos son aliados para defender nuestro estado de bienestar. La preocupación por la identidad propia o la seguridad es legítima, pero no a costa de la hostilidad o el supremacismo. En la Escritura Dios nos pide ofrecer hospitalidad. Sintonicemos nuestra mirada con la de Cristo, con su Espíritu que garantiza la armonía en la diversidad. Dios camina con su pueblo y le anuncia la paz. ¿Querrás caminar humildemente con él?