Pero Jesús nos recuerda que el verdadero significado de nuestra existencia terrena está al final, en la eternidad, está en el encuentro con Él, que es don y donador, y nos recuerda también que la historia humana con sus sufrimientos y sus alegrías tiene que ser vista en un horizonte de eternidad, es decir, en aquel horizonte del encuentro definitivo con Él. Y este encuentro ilumina todos los días de nuestra vida. Si pensamos en este encuentro, en este gran don, los pequeños dones de la vida, también los sufrimientos, las preocupaciones serán iluminadas por la esperanza de este encuentro. «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás». Esta es la referencia a la Eucaristía, el don más grande que sacia el alma y el cuerpo. Encontrar y acoger en nosotros a Jesús, pan de vida, da significado y esperanza al camino a menudo tortuoso de la vida. Pero este pan de vida nos ha sido dado con un cometido, esto es, para que podamos a su vez saciar el hambre espiritual y material de nuestros hermanos, anunciando el Evangelio por todas partes. Con el testimonio de nuestra actitud fraterna y solidaria hacia el prójimo, hagamos presente a Cristo y su amor en medio de los hombres.
Hambre y sed de Dios
Más allá del hambre físico el hombre lleva consigo otra hambre —todos tenemos esta hambre— un hambre más importante que no puede ser saciada con un alimento ordinario. Se trata de hambre de vida, hambre de eternidad que solamente Él puede saciar porque es el pan de vida. Jesús no elimina la preocupación y la búsqueda del alimento cotidiano, no, no elimina la preocupación por lo que te puede mejorar la vida.