Homilía sobre Bartimeo: "Que vea"

Queridos hermanos y hermanas:

En el relato del Evangelio de Marcos hemos escuchado también la experiencia de Bartimeo, que se unió al grupo de los seguidores de Jesús. Fue un discípulo de última hora. Era el último viaje del Señor de Jericó a Jerusalén, adonde iba a ser entregado. Ciego y mendigo, Bartimeo estaba al borde del camino, marginado, y cuando se enteró del paso de Jesús, comenzó a gritar.

En torno a Jesús iban los apóstoles, los discípulos, las mujeres que lo seguían habitualmente, con quienes recorrió durante su vida los caminos de Palestina para anunciar el Reino de Dios. Y una gran muchedumbre.

Dos realidades aparecen con fuerza, se nos imponen. Por un lado, el grito de un mendigo y por otro, las distintas reacciones de los discípulos. Parece como que el evangelista nos quisiera mostrar, cuál es el tipo de eco que encuentra el grito de Bartimeo en la vida de la gente y de los seguidores de Jesús. Cómo reaccionan frente al dolor de aquél que está al borde del camino, de aquél que está sentado sobre su dolor.

Tres son las respuestas frente a los gritos del ciego. Podríamos decirlo con las palabras del propio Evangelio: Pasar, Cállate, Ánimo, levántate.

1. Pasar, pasar de largo y algunos quizás porque no escucharon. Pasar es el eco de la indiferencia, de pasar al lado de los problemas y que éstos no nos toquen. No los escuchamos, no los reconocemos. Es la tentación de naturalizar el dolor, de acostumbrarse a la injusticia. Nos decimos: es normal, siempre ha sido así. Es el eco que nace en un corazón blindado, cerrado, que ha perdido la capacidad de asombro y por lo tanto, la posibilidad de cambio. Se trata de un corazón, que se ha acostumbrado a pasar sin dejarse tocar; una existencia que, pasando de aquí para allá, no logra enraizarse en la vida de su pueblo.

Podríamos llamarlo, la espiritualidad del zapping. Pasa y pasa, pero nada queda. Son quienes van atrás de la última novedad, del último best seller pero no logran tener contacto, relacionarse, involucrarse.

Ustedes me podrán decir: «Padre, pero estaban atentos a las palabras del Maestro. Lo estaban escuchando a él». Creo que eso es de lo más desafiante de la espiritualidad cristiana. Como el evangelista Juan nos lo recuerda, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? (1 Jn 4, 20b). Dividir esta unidad es una de las grandes tentaciones que nos acompañarán a lo largo de todo el camino. Y tenemos que ser conscientes de esto. De la misma forma que escuchamos a nuestro Padre es como escuchamos al Pueblo fiel de Dios.

Pasar sin escuchar el dolor de nuestra gente, sin enraizarnos en sus vidas, en su tierra, es como escuchar la Palabra de Dios sin dejar que eche raíces en nuestro interior y sea fecunda. Una planta, una historia sin raíces, es una vida seca.

2. Cállate, es la segunda actitud frente al grito de Bartimeo. Cállate, no molestes, no disturbes. A diferencia de la actitud anterior, esta escucha reconoce, toma contacto con el grito del otro. Sabe que está y reacciona de una forma muy simple, reprendiendo. Es la actitud de quienes frente al pueblo de Dios, lo están continuamente reprendiendo, rezongando, mandándolo callar.

Es el drama de la conciencia aislada, de aquellos que piensan que la vida de Jesús es solo para los que se creen aptos. Parecería lícito que encuentren espacio solamente los «autorizados», una «casta de diferentes» que poco a poco se separa, diferenciándose de su pueblo. Han hecho de la identidad una cuestión de superioridad.

Escuchan pero no oyen, ven pero no miran. La necesidad de diferenciarse les ha bloqueado el corazón. La necesidad de decirse: no soy como él, como ellos, los ha apartado no sólo del grito de su gente, ni de su llanto, sino especialmente de los motivos de alegría. Reír con los que ríen, llorar con los que lloran, he ahí, parte del misterio del corazón sacerdotal.

3. Ánimo, levántate. Y por último nos encontramos con el tercer eco. Un eco que no nace directamente del grito de Bartimeo, sino de mirar cómo Jesús actuó ante el clamor del ciego mendicante.

Es un grito que se transforma en Palabra, en invitación, en cambio, en propuesta de novedad frente a nuestras formas de reaccionar ante el Santo Pueblo de Dios.

A diferencia de los otros, que pasaban, el Evangelio dice que Jesús se detuvo y preguntó qué estaba sucediendo. Se detiene frente al clamor de una persona. Sale del anonimato de la muchedumbre para identificarlo y de esta forma se compromete con él. Se enraíza en su vida. Y lejos de mandarlo callar, le pregunta: ¿Qué puedo hacer por vos? No necesita diferenciarse, separarse, no lo clasifica si está autorizado o no para hablar. Tan solo le pregunta, lo identifica queriendo ser parte de la vida de ese hombre, queriendo asumir su misma suerte. Así le restituye paulatinamente la dignidad que tenía perdida, lo incluye. Lejos de verlo desde fuera, se anima a identificarse con los problemas y así manifestar la fuerza transformadora de la misericordia. No existe una compasión que no se detenga, escuche y solidarice con el otro. La compasión no es zapping, no es silenciar el dolor, por el contrario, es la lógica propia del amor. Es la lógica que no se centra en el miedo sino en la libertad que nace de amar y pone el bien del otro por sobre todas las cosas. Es la lógica que nace de no tener miedo de acercarse al dolor de nuestra gente. Aunque muchas veces no sea más que para estar a su lado y hacer de ese momento una oportunidad de oración.

Esta es la lógica del discipulado, esto es lo que hace el Espíritu Santo con nosotros y en nosotros. De esto somos testigos. Un día Jesús nos vio al borde del camino, sentados sobre nuestros dolores, sobre nuestras miserias. No acalló nuestros gritos, por el contrario se detuvo, se acercó y nos preguntó qué podía hacer por nosotros. Y gracias a tantos testigos, que nos dijeron: «ánimo, levántate», paulatinamente fuimos tocando ese amor misericordioso, ese amor transformador, que nos permitió ver la luz. No somos testigos de una ideología, de una receta, de una manera de hacer teología. Somos testigos del amor sanador y misericordioso de Jesús. Somos testigos de su actuar en la vida de nuestras comunidades.

Esta es la pedagogía del Maestro, esta es la pedagogía de Dios con su Pueblo. Pasar de la indiferencia del zapping al «ánimo, levántate, el Maestro te llama» (Mc 10,49). No porque seamos especiales, no porque seamos mejores, no porque seamos funcionarios de Dios, sino tan solo porque somos testigos agradecidos de la misericordia que nos transforma.

No estamos solos en este camino. Nos ayudamos con el ejemplo y la oración los unos a los otros. Tenemos a nuestro alrededor una nube de testigos (cf. Hb 12,1). Recordemos a la beata Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús, que dedicó su vida al anuncio del Reino de Dios en la atención a los ancianos, con la «olla del pobre» para quienes no tenían qué comer, abriendo asilos para niños huérfanos, hospitales para heridos de la guerra, e incluso creando un sindicato femenino para la promoción de la mujer. Recordemos también a la venerable Virginia Blanco Tardío, entregada totalmente a la evangelización y al cuidado de las personas pobres y enfermas. Ellas y tantos otros son estímulo en nuestro camino. Vayamos adelante con la ayuda de Dios y la colaboración de todos. El Señor se vale de nosotros para que su luz llegue a todos los rincones de la tierra.

Les ruego que recen por mí, y los bendigo de corazón.