Salir para dar vida

Una Iglesia reducida a «museo» no funciona, ni tampoco una estructura con «un organigrama perfecto», donde está «todo en orden, todo limpio» pero «falta alegría, falta fiesta, falta paz». El punto de partida para la reflexión del Pontífice fue la primera lectura de la liturgia del día, en la que el profeta Isaías (40, 1-11) anuncia el consuelo de Dios para Israel. Esta promesa profética atraviesa toda la historia y llega hasta nosotros. Pero ¿cuándo se realiza en la Iglesia?

Del mismo modo, nace así «la alegría de salir para buscar a los hermanos y hermanas que están alejados: esta es la alegría de la Iglesia». Es precisamente entonces que la Iglesia «se convierte en madre, llega a ser fecunda». Por el contrario, advirtió el Pontífice, cuando la Iglesia «no hace esto», entonces «se frena a sí misma, se cierra en sí misma», aunque «quizá está bien organizada». Y de este modo se convierte en «una Iglesia desalentada, ansiosa, triste, una Iglesia que tiene más de solterona que de madre; y esta Iglesia no funciona, es una Iglesia de museo».

Al final del pasaje de Isaías retoma la imagen del pastor que «apacienta el rebaño, reúne con su brazo a los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían». Esta es «la alegría de la Iglesia: salir de sí misma y ser fecunda». Como en el tiempo de Israel, cuando Isaías proclamaba al pueblo las palabras de consuelo que ofrecía el Señor, así la Iglesia al releer este pasaje se abre a la alegría, recibe fuerza. Porque el pueblo «necesita consolación». La presencia misma del Señor «consuela, siempre consuela o fuerte o débilmente, pero siempre consuela». En efecto, donde está el Señor, «hay consuelo y paz». Incluso en la tribulación, «está esa paz allí, que es la presencia del Señor que consuela».

Lamentablemente los hombres buscan huir del consuelo. «Desconfiamos, estamos más cómodos en nuestras cosas, más cómodos también en nuestras faltas, en nuestros pecados». Este es el campo en el cual el hombre se encuentra más a gusto. En cambio, «cuando llega el Espíritu y llega el consuelo, nos lleva a otro estado que no podemos controlar: es precisamente el abandono en la consolación del Señor». Y es en esta situación que «llega la paz, la alegría», como recuerda la expresión «tan hermosa del rey Ezequías: “la amargura se me volvió paz”, porque el Señor fue allí a consolar». Y como dice también el «salmo de los prisioneros en Jerusalén, en Babilonia: “Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar” —¡no lo creían!—, “la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares”».

En efecto, cuando llega «el consuelo del Señor, nos sorprende. Es Él quien manda, no nosotros». Y el consuelo más fuerte es el de la misericordia y el perdón», como anuncia Isaías: «Gritadle que se ha cumplido su servicio y está apagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados». De aquí la invitación del Papa a reflexionar sobre cómo Dios no se deja ganar en generosidad. «Tú has pecado cien veces, toma doscientos de alegría: así es la misericordia de Dios cuando viene a consolar».

A pesar de esto, el hombre busca apartarse, porque «esto nos da un poco de miedo, un poco de desconfianza: “¡Es demasiado, Señor!”». Para hacer comprender cuán infinita es la misericordia de Dios, el Pontífice volvió a proponer las palabras del profeta Ezequiel, cuando en el capítulo 16, tras «la lista de los muchos pecados del pueblo, pero muchos, muchos, al final dirá: “Pero yo no te abandono, te daré más; esta será mi venganza: el consuelo y el perdón”». Así es «nuestro Dios, el Dios que consuela en la misericordia y en el perdón». Por eso es bueno repetir: «Dejaos consolar por el Señor, es el único que puede consolarnos».

Muchas veces, «estamos acostumbrados a “alquilar” pequeñas consolaciones, un poco hechas por nosotros; pero no sirven, ayudan pero no sirven». En efecto, solamente nos beneficia la que «viene del Señor con su perdón y nuestra humildad. Cuando el corazón se hace humilde, viene el consuelo y se deja guiar por esta alegría, esta paz».

Dios nos consuele con «el consuelo de una Iglesia madre que sale de sí misma» y con «el consuelo de la ternura de Jesús y su misericordia en el perdón de nuestros pecados».

De la «tentación de mucha gente buena» a ser cristiano «sólo de apariencia», llevando encima «el maquillaje» que se cae con la primera lluvia. Y volvió a proponer el testimonio de muchos «cristianos con fundamento», que construyen su vida sobre la «roca de Jesús» y viven la «santidad oculta», día tras día.

En cambio, «existen cristianos de apariencia solamente: personas que se maquillan de cristianos y en el momento de la prueba tienen solamente el maquillaje». Y «sabemos qué sucede a una mujer maquillada cuando va por la calle y comienza a llover y no tiene paraguas: todo se cae, las apariencias caen por los suelos». La del maquillaje, por lo demás, «es una tentación» reconoció el Papa Francisco. Por ello no es suficiente decir «soy cristiano, Señor,» para serlo verdaderamente. Es Jesús mismo quien dice que no basta repetir «¡Señor! ¡Señor!» para entrar en su reino. Se necesita cumplir «la voluntad del Padre» y poner «en práctica la Palabra». He aquí, por lo tanto, la diferencia entre «el cristiano coherente» y el cristiano sólo «de apariencia».

Por eso la importancia de «estar fundado sobre la roca». Por lo demás, «hemos visto a muchos cristianos de apariencias que caen ante la primera tentación, o sea, ante la lluvia». En efecto, «cuando los ríos se desbordan, cuando los vientos soplan —las tentaciones y las pruebas de la vida— un cristiano de apariencia cae, porque allí no hay fundamento, no hay roca, no está Cristo». Por otro lado, en cambio, están los «numerosos santos que tenemos en el pueblo de Dios —no necesariamente canonizados, pero santos— muchos hombres y mujeres que realizan su vida en Cristo, que ponen en práctica los mandamientos, ponen en práctica el amor de Jesús. ¡Muchos!».

«Existen santos de la vida cotidiana». E invitó a pensar también «en los numerosos sacerdotes que no se hacen ver, pero que trabajan en las parroquias con mucho amor: la catequesis a los niños, la atención a los ancianos, los enfermos, la preparación a los recién casados. Y todos los días lo mismo, lo mismo, lo mismo. No se cansan porque en su cimiento está la roca». Son personas que viven en «Jesús: esto es lo que da santidad a la Iglesia; esto es lo que da esperanza». He aquí por qué, prosiguió el Papa, «debemos pensar mucho en la santidad oculta que existe en la Iglesia, la de los cristianos no de apariencia sino fundados en la roca, en Jesús». Mirar a esos «cristianos que siguen el consejo de Jesús en la Última Cena: “Permaneced en mí”». Sí, «cristianos que permanecen en Jesús». Cierto, «pecadores, todos lo somos». Así, cuando «alguno de estos cristianos comete algún pecado grave» luego se arrepiente, pide perdón: y «esto es grande». Significa tener «la capacidad de pedir perdón; de no confundir pecado con virtud; de saber bien dónde está la virtud y dónde está el pecado». También de esto se entiende que son cristianos «fundados sobre la roca y la roca es Cristo: siguen el camino de Jesús, le siguen a Él».

En la primera lectura, Isaías «habla de una ciudad fuerte que tiene salvación, que sigue a Dios, que es justa: un pueblo fuerte. La ciudad es un pueblo. Un pueblo fuerte. Su voluntad es firme y Dios le asegura la paz: paz para quien confía en Él». Y luego añade: «Confiad en el Señor siempre, porque el Señor es la roca perpetua, porque Él doblegó a los habitantes de la altura». Y, por eso, comentó el Papa Francisco, «los soberbios, los vanidosos, los cristianos de apariencia serán doblegados, humillados». Dice de nuevo Isaías: «Ha abatido a la ciudad elevada, la ha abatido hasta el suelo, hasta tocar el polvo». Precisamente «así terminan los cristianos de apariencia» destacó el Papa volviendo a proponer la imagen de Isaías: por una parte «las ruinas de una ciudad» y después «la otra ciudad, la otra casa, firme, robusta porque está fundada sobre roca».

También «la Virgen, en su canto, lo había dicho: Él ha derribado del trono a los poderosos, ha humillado a los soberbios». Y «los pobres serán los que triunfarán, los pobres de espíritu, los que ante Dios se sienten insignificantes, los humildes» que «llevan adelante la salvación poniendo en práctica la Palabra del Señor».