Abuelos y mayores
Para hablarnos del reino de Dios, Jesús usa las parábolas. Cuenta historias
sencillas, que llegan al corazón de quien lo escucha; y este lenguaje, lleno de
imágenes, se asemeja al que muchas veces usan los abuelos con los nietos,
sentándolos quizás sobre sus rodillas. De ese modo, comunican una sabiduría
importante para la vida. Recordando a los abuelos y a los ancianos, raíces que los
más jóvenes necesitan para llegar a ser adultos, quisiera volver a leer los tres
episodios del Evangelio que hemos escuchado a partir de un aspecto que tienen en
común: el crecer juntos.
En la primera parábola, son el trigo y la cizaña los que crecen juntos, en el
mismo campo (cf. Mt 13,24-30). Es una imagen que nos ayuda a hacer una lectura
realista: en la historia humana, como en la vida de cada uno, coexisten las luces y
las sombras, el amor y el egoísmo. Es más, el bien y el mal están entrelazados hasta
el punto de parecer inseparables. Este planteamiento objetivo nos ayuda a mirar la
historia sin ideologías, sin optimismos estériles o pesimismos nocivos. El cristiano,
animado por la esperanza en Dios, no es un pesimista, ni tampoco un ingenuo que
vive en el mundo de las fábulas, que actúa como si no viese el mal y dice que “todo
va bien”. No, el cristiano es realista, sabe que en el mundo hay trigo y cizaña, y se
mira dentro, reconociendo que el mal no llega sólo “desde fuera”, que no es
siempre culpa de los demás, que no es necesario “inventar” enemigos que combatir
para evitar arrojar un poco de luz en su interior. Se da cuenta de que el mal viene
desde dentro, de la lucha interior que todos nosotros tenemos.
Pero la parábola nos interpela: cuando vemos que en el mundo el trigo y la
cizaña están juntos, ¿qué debemos hacer?, ¿cómo debemos comportarnos? En la
narración los siervos querían arrancar la cizaña inmediatamente (cf. v. 28). Es una
actitud animada por una buena intención, pero impulsiva, incluso agresiva. Piensan
que podrán arrancar el mal con sus propias fuerzas, para alcanzar la pureza. Es una
tentación frecuente: una “sociedad pura”, una “Iglesia pura” pero, para alcanzar
esa pureza, se corre el riesgo de ser impacientes, intransigentes, incluso violentos
hacia quien cayó en el error. Y así, junto a la cizaña, se arranca también el trigo
bueno y se impide a las personas hacer un camino, crecer, cambiar. Escuchemos en
cambio lo que dice Jesús: «Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha» (cf. Mt 13,30).
Qué hermosa esta mirada de Dios, su pedagogía misericordiosa, que nos invita a
tener paciencia con los demás, a acoger —en la familia, en la Iglesia y en la
sociedad— la fragilidad, los retrasos y los límites. No para acostumbrarnos a ellos
con resignación o para justificarlos, sino para aprender a intervenir con respeto,
sacando adelante el cultivo del buen grano, con mansedumbre y paciencia.
Recordando siempre que la purificación del corazón y la victoria definitiva sobre el
mal son, esencialmente, obra de Dios. Y nosotros, venciendo la tentación de dividir
el trigo y la cizaña, estamos llamados a entender cuáles son los modos y los
momentos mejores para actuar.
Pienso en los ancianos y en los abuelos que han realizado ya un largo trecho
en el camino de la vida y, al volver la vista atrás, ven tantas cosas hermosas que han
conseguido, pero también derrotas, errores, incluso algunas cosas que —como se
suele decir— “si volviera atrás no repetiría”. Hoy, sin embargo, el Señor viene a
nuestro encuentro con una palabra dulce, que nos invita a acoger con serenidad y
paciencia el misterio de la vida, a dejarle a Él el juicio, a no vivir de reproches y
remordimientos. Como si nos quisiera decir: “Miren el buen trigo que ha germinado
en el camino de sus vidas y háganlo crecer todavía más, confiándome todo, que
siempre perdono: al final, el bien será más fuerte que el mal”. La ancianidad es un
tiempo bendecido también para esto, es la estación para reconciliarse, para mirar
con ternura la luz que se expandió a pesar de las sombras, en la confiada esperanza
de que el buen trigo sembrado por Dios prevalecerá sobre la cizaña con la que el
diablo ha querido infestarnos el corazón.
Veamos ahora la segunda parábola. El reino de los cielos, dice Jesús, es la
obra de Dios que actúa de manera silenciosa en la trama de la historia, hasta el
punto de parecer una acción minúscula e invisible, como la de un pequeño grano de
mostaza. Pero, cuando este grano crece, «es la más grande de las hortalizas y se
convierte en un arbusto, de tal manera que los pájaros del cielo van a cobijarse en
sus ramas» (Mt 13,32). También nuestra vida es así, hermanos y hermanas: venimos
a este mundo en la pequeñez, nos convertimos en adultos, después en ancianos; al
principio somos una pequeña semilla, después nos nutrimos de esperanzas.
Realizamos proyectos y sueños, el más hermoso de los cuales es llegar a ser como
ese árbol, que no vive para sí mismo, sino para dar sombra a quienes desea y ofrecer
un espacio a lo que quieren construir allí un nido. De este modo, los que crecen
juntos en esta parábola son el añejo árbol y los pajaritos.
Pienso en los abuelos, hermosos como estos árboles frondosos, bajo los
cuales los hijos y los nietos realizan sus propios “nidos”, aprenden el clima de familia
y experimentan la ternura de un abrazo. Se trata de crecer juntos. El árbol
exuberante y los pequeños que necesitan del nido, los abuelos con los hijos y los
nietos, los ancianos con los más jóvenes. Hermanos y hermanas, necesitamos una
nueva alianza entre jóvenes y ancianos, para que la linfa de quien tiene a sus
espaldas una larga experiencia de vida irrigue los brotes de esperanza de quien está
creciendo. En este intercambio fecundo aprendemos la belleza de la vida,
construimos una sociedad fraterna, y en la Iglesia permitimos el encuentro y el
diálogo entre la tradición y las novedades del Espíritu.
Por último, la tercera parábola, en la que crecen juntas la levadura y la harina
(cf. Mt 13,33). Esta mezcla hace crecer toda la masa. Jesús usa precisamente el
verbo “mezclar”, que evoca ese arte que conlleva «la mística de vivir juntos, de
mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos«, y de «salir de sí mismo
para unirse a otros» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 87). Esto vence los
individualismos y los egoísmos, y nos ayuda a generar un mundo más humano y más
fraterno. De ese modo, hoy la Palabra de Dios es una llamada a vigilar para que
nuestras vidas y nuestras familias no marginen a los más ancianos. Estemos atentos,
para que nuestras aglomeradas ciudades no se conviertan en “concentrados de
soledad”; para que la política, que está llamada a proveer a las necesidades de los
más frágiles, no se olvide precisamente de los ancianos, dejando que el mercado los
relegue a “descartes improductivos”. No vaya a suceder que, a fuerza de seguir a
toda velocidad los mitos de la eficiencia y del rendimiento, seamos incapaces de
frenar para acompañar a los que les cuesta seguir el ritmo. Por favor, mezclémonos,
crezcamos juntos.
Hermanos, hermanas, la Palabra divina no nos invita a separar, a cerrarnos, a
pensar que podemos hacerlo solos, sino a crecer juntos. Escuchémonos,
dialoguemos, sostengámonos recíprocamente. No olvidemos a los abuelos y a los
ancianos. Muchas veces, gracias a una caricia suya hemos vuelto a levantarnos,
hemos reanudado el camino, nos henos sentido amados, sanados por dentro. Ellos
se han sacrificado por nosotros y nosotros no podemos sacarlos de la agenda de
nuestras prioridades. Crezcamos juntos, vayamos adelante juntos. El Señor bendiga
nuestro camino.
Francisco